Tres
canciones enarmónicas nacidas más allá del pentagrama
I
(De la música)
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¿Cómo
fue que, sin mirarme,
te me plegaste
al desvelo
de mis noches esquivadas?...
¿De qué modo, sin saberme,
te me ceñiste al delirio
de mis días renegados,
señora del pentagrama?...
¿O acaso ya me observaras
desde el fondo de la nada,
donde tu forma imprecisa
se fundiera en mis latidos?...
¿O acaso ya me sabias
desde el límite del tiempo,
donde la chispa encendida
de tu llama inextingible
se impregnara de mi sangre?...
Nunca podré con certeza
desentrañar el misterio
de tu mágica prosapia,
señora de los compases,
reina plena del idioma universal.
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Con
tus hilos increíbles
me destejiste
a tu modo
los anillos
de la duda,
y en mis heridas
habidas
de fallidos amoríos
y malogradas pasiones,
cobijaste tu envoltura
con la mágica hermosura
de tu encaje inimitable,
señora de los milagros.
Me resurgiste a la esfera
de incontadas alegrías
y me cambiaste el silencio
por mágica algarabía,
con tu sólida presencia
—intangiblemente cierta—,
más allá del pensamiento,
¡más allá del universo!
Buenos Aires, junio de 1984
II
(De la poesía)
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¿Y
qué
decir de ti, señora mía,
si no hay tiempo
ni frontera,
ni leyenda ni escritura,
ni riqueza ni pobreza
que te pueda contener
en la exacta dimensión
de tu misterio?
¿Y qué decir de ti, amada mía,
si no hay tierra ni volcán,
ni continente ni mar,
ni torrente ni aluvión
que te pueda adivinar
en la exacta dimensión de tu mirada?
Pero yo te presentía,
venerable, incontenida,
desde tu incalculada infancia
donde nadie te nombrara
porque estabas más allá
de la vida y la palabra.
Pero yo te adivinaba,
intangiblemente eterna,
desde el velo inescrutable
de tu magia venturosa
donde nadie te cantara;
donde nadie te implorara
porque estabas más allá
del olvido y el silencio;
de la tierra y el espacio;
de la flor y la semilla;
de los ojos y las manos
y los labios y los brazos necesarios
para ver la vida;
para ver la muerte;
para ver la verdadera
dimensión del tiempo.
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Pero
yo te adivinaba,
infinitamente
pura,
desde el fondo
de tus venas
donde nadie te
escuchara;
donde nadie te sintiera
—inmutablemente bella—
porque estabas más allá
de la sangre y las pasiones;
de la gloria y el abrazo;
de la dicha y el fracaso;
del amor y el desengaño
y el dolor y la premura
y el valor y la razón
y el asombro necesarios
para ver el mundo;
para verlo todo
con los ojos desatados;
con la exacta posición
de la medida exacta;
más allá de la vida;
más allá de la muerte.
Buenos Aires, junio de 1984
III
(De la palabra)
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Cuántas
veces me bastaron
los
pinceles y las manos
y los ojos inmutables
del silencio,
para dar a conocer mis versos.
Cuántas veces me envolviera,
con sus pálidos reflejos
de insondables lejanías
y empecinadas distancias,
la muralla insobornable de la duda.
Sin embargo estabas tú
—diosa plena de la especie humana—,
encendiendo tus sonidos empapados
de inacabados matices
en el filo de mi canto,
más allá de la oquedad y el miedo.
Y en sin fin de gargantas agitadas
suena el eco de tu emblema prodigioso
desde infinitas horas detenidas;
desde infinitos cielos compartidos;
desde infinitos soles esperados;
desde infinitos mares navegados
y en infinitas formas aprendidas.
Muchos dieron tu simiente
con la frente indeclinable
y la mirada erguida en la distancia,
y expusieron sus verdades
con la exacta realidad
del pensamiento pleno.
Y fueron dignos exponentes
de tu estirpe inmaculada.
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Otros
dieron su mensaje
con el rostro
compungido y la miseria,
o callaron su
derrota
con los ojos encendidos de victoria,
siendo falsos portadores
de tu emblema universal.
Y luego vinieron otros,
con la pluma y con la espada,
y lograron encerrar el tiempo
—toda la fuerza de la vida misma—
en épocas plasmadas de fantasmas,
de cañones y batallas
y canciones y alabanzas
y pasiones y rencores,
en impresas confesiones
brotadas de tu semilla
mensajera de gargantas.
Y luego vinieron otros,
con sus rostros disfrazados
y deshechos por el odio,
y te hicieron instrumento
de calumnias y blasfemias;
de perjurios e imposturas
y exabruptos y desbarros
y mezquinas vanidades.
Pero yo me enorgullezco de tu alcurnia
mensajera empedernida de leyendas,
y me pliego al destello de tus dones
con la mirada
intacta, sin disfraces,
y mi razón inquieta de tus versos.
Buenos Aires, junio de 1984
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Trilogía
del amor
I
(De la felicidad)
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Nunca
supe de obtener
todo
aquello que anhelara;
tan sólo
bastó anhelar
todo aquello que obtuviera.
Nunca supe que me amara
la mujer a quien soñara,
y me bastó con soñar
a la que siempre me amara.
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Y
sin poder transitar
todo tiempo
ya vivido,
fui feliz al revivir
todo tiempo transitado.
Y al no poder conquistar
todo aquello pretendido,
me bastó con pretender
todo aquello conquistado.
Y si supe comprender
lo que más ambicionara,
fue por nunca ambicionar
lo que jamás comprendiera.
Buenos Aires, julio de 1984
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II
(Del amor) |
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¿Qué
sería del tiempo —en el olvido—
y qué del día —apenas
demorado— ,
sin el rostro que siempre han cobijado
bajo su quieta faz,
enternecido?...
¿Qué sería
del mundo —inadvertido—,
estrepitosamente despertado,
y qué del viento mudo y desolado,
sin el inquieto vuelo y el bramido?...
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De
inusitadas formas aprendidas,
tejiste
tu coraza indestructible
en incontadas
horas trascendidas.
Y de pasiones
dueño imprevisible,
hiciste de lo
bueno duradero
y de lo
malo siempre pasajero.
Buenos Aires, julio de 1984
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III
(De la amistad)
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Ondula
más allá de la existencia
en
un crujir de muros derribados,
y desafiando olvidos
renegados,
le pone al tiempo
su inmortal escencia.
No tiene voz
ni aroma su presencia
—no
se adivinan gestos señalados—
,
y sin embargo surgen
entregados
infinidad de rostros sin ausencia.
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Qué
inocultable ciencia incomprendida:
hallar
la pena ajena y combatirla
con
el solo poder de recibirla.
Buscar
la mano quieta y extendida
y
ahogar la sed de días esperados
entre
los cuatro brazos entregados.
Buenos Aires, julio de 1984
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